La noche cae sobre la ciudad, y en la intimidad de su hogar, una mujer se encuentra atrapada en un torbellino de emociones. El silencio se rompe únicamente por el tintineo del hielo en su vaso, un eco de la tormenta que ruge en su interior.
Sola, se sumerge en la neblina del alcohol, buscando un respiro de la realidad que la oprime. Cada sorbo es un intento de ahogar los recuerdos, las decepciones, las promesas rotas que la han llevado a este punto.
Sus ojos, antes llenos de vida, ahora reflejan una profunda tristeza, un anhelo por algo que ya no está, o quizás nunca estuvo. La música suave que suena de fondo no logra calmar la inquietud que la consume.
En medio de la penumbra, se permite liberar las lágrimas contenidas, un río de dolor que fluye libremente por sus mejillas. No hay máscaras ni defensas, solo la vulnerabilidad de un alma que busca consuelo.
La noche avanza, y con cada copa, la línea entre la lucidez y el ensueño se vuelve más difusa. En este estado de introspección, se enfrenta a sus demonios internos, buscando una respuesta, una salida a su laberinto emocional.
Aunque la soledad la rodea, en este momento de fragilidad encuentra una fuerza inesperada. Se permite sentir, reconocer su dolor, y vislumbrar la posibilidad de una nueva mañana, un nuevo comienzo.









